Anoche, noche de insomnio, noche de trabajo hasta tarde, noche extraña de celular en mano junto a mi niño dormido. Anoche, decía, en la noche platinoche noche, que noche nochera, no vino la Guardia Civil, pero sí una sorpresa que terminó de alejarme el sueño por un buen rato.
Seguramente la gran mayoría de ustedes estarán familiarizados con el estilete de la nostalgia por la adolescencia. Yo no: ayer fue la primera vez en mi vida que sentí, aunque pasajera, la melancolía por esa época poco menos que idílica de nuestras vidas.
La verdad es que mi adolescencia no fue idílica, ni de cerca. Ni siquiera la recuerdo como una época feliz. Tenía la cara como una piña colorada por el acné y (me han dicho) probablemente rosácea. Y, siendo el costal de hormonas que era, vivía buscando quién me hiciera el favor de acostarse conmigo, lo que era particularmente difícil pues siempre he sido dolorosamente introvertido, y encima con un sentido del humor vitriólico, sarcástico, afilado, con gran capacidad (y predisposición) para lastimar a fondo.
Y encima, la impulsividad del TDAH (por el que odiaba las clases tradicionalistas de la prepa) que me ganaba la carrera para decir esas bromas profundamente hirientes. Y encima mi TDAH tenía varios otros compañeros: se refocilaba en sus comorbilidades con la ansiedad, una naciente depresión que en años posteriores me llevó a rondar el suicidio “por amor” (o desamor, o despecho, o como le quieran llamar a esa excusa que encuentran los deprimidios cuando, encima, no se sienten amados y terminan de manera dramática una relación), y en lo que, en retrospectiva, parece haber sido un trastorno negativista desafiante que hacía las buenas relaciones con mi familia casi imposibles. Para rematar, iba a terapia, una terapia que me resultó inútil y me apartaba de lo que más me gustaba hacer en este vida (y que fue mi tabla de salvamento en esa era oscura): leer y escribir.
No me malentiendan, no fue un túnel obscuro, no todo fue vivir muerto en el vientre de una tumba ausente añorando la paz y el silencio del sepulcro, como lo definí en algún momento. Tuve momentos gloriosos, cosas maravillosas, viajé mucho, conocí amigos increíbles (algunos de los cuales aún lo son; quiero decir ambas cosas: mi amigos y personas increíbles; a uno de ellos, incluso, le debo en gran medida el haber dejado de volar hacia la luz del suicidio y estar, digámoslo claro, vivo), leí, leí, leí y escribí, sobre todo poesía, que aún hoy y reconociendo las deficiencias técnicas y estilísticas que tiene, me enorgullece bastante, me sigue llenando. Y sigo escuchando la música que me gustaba en aquella y época y ha permanecido conmigo: una de las razones por las cuales no sufro melancolía por la adolescencia es, precisamente, que he mantenido contacto con lo bueno (que sigue en mi vida cotidiana), y dejé ir lo malo, que me ha quedado como inspiración y aprendizaje.
Si ya llegaron hasta aquí y esperan la moraleja, la necesaria y profunda reflexión sobre qué me trajo la sorpresiva nostalgia por una adolescencia que jamás he añorado (aunque, a pesar de todo, disfruté la oscuridad tanto como disfruto la luz, y las sombras intermedias), me temo que tengo que decepcionarlos tanto como lo estoy yo, pues aún no lo sé. Mucho menos puedo aportar una reflexión sobre esas causas. Pero gracias por leerme, necesitaba escribir (aunque no lo leyera nadie), volver a mi viejo y fiel salvavidas, con el extra de saber que ustedes están aquí, otro tipo (absolutamente necesario) de leche tibia.
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